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Opinión: Justicia y legitimidad en tiempos de indiferencia democrática

El reciente proceso electoral para elegir a integrantes del Poder Judicial ha despertado más preguntas que respuestas. A pesar de que, en teoría, se trató de un ejercicio para acercar la justicia a la ciudadanía y fortalecer la democracia, en la práctica dejó al descubierto problemas de fondo: muy poca participación, poca información, y una preocupante confusión entre lo que significa realmente democratizar la justicia.

En una república democrática, como la que aspiramos a consolidar, el poder debe ejercerse con responsabilidad, y siempre bajo el control del pueblo. Pero eso no significa que todos los cargos deban elegirse por voto popular. La verdadera democracia no es solo votar; es garantizar que las instituciones funcionen bien, que quienes las integran sean capaces, y que la ciudadanía tenga voz, pero también confianza en que las decisiones se toman con criterio y no por ocurrencia.

El Poder Judicial cumple una función muy delicada: resolver conflictos, proteger derechos, y asegurar que la ley se aplique por igual para todas las personas. Por eso, durante mucho tiempo, se ha considerado que los jueces deben ser seleccionados con base en su preparación, experiencia y ética, más que en su popularidad o en campañas políticas.

En este proceso reciente, vimos lo contrario: boletas con nombres poco conocidos, sin información clara sobre los perfiles, sin un verdadero debate público sobre sus trayectorias, y con una participación ciudadana bajísima. En algunos lugares, ni el 10% de los votantes acudió a las urnas. ¿Qué legitimidad puede tener una autoridad electa por una minoría tan pequeña? ¿Realmente la gente eligió, o simplemente no se enteró?

Más preocupante aún es que, detrás del discurso de “devolverle al pueblo el poder de decidir”, lo que presenciamos fue una simulación de participación democrática. Se ofreció a la ciudadanía una decisión sin condiciones reales para ejercerla de forma libre e informada. En el fondo, parecía más importante legitimar políticamente una narrativa que construir una justicia más abierta y confiable. En este tipo de procesos, el voto se convierte en un trámite vacío, en una ceremonia que aparenta apertura, pero no cambia nada sustancial. Y eso, lejos de fortalecer la democracia, la desgasta.

Este tipo de ejercicios, en lugar de fortalecer la democracia, pueden terminar debilitándola. Una elección no es democrática solo por el hecho de que haya urnas; lo es cuando hay condiciones para una participación informada, libre y significativa. Si no entendemos a quién estamos eligiendo ni para qué, y si el proceso se percibe como confuso o irrelevante, entonces no estamos construyendo ciudadanía, sino alimentando la desconfianza.

La idea de acercar la justicia al pueblo es buena. Pero debe hacerse con responsabilidad. Si queremos que haya más participación, primero tiene que haber más educación cívica, más transparencia y mejores reglas. Y si vamos a abrir procesos electorales en instituciones como el Poder Judicial, debemos asegurarnos de que no se politicen ni se conviertan en una competencia de popularidad.

En una república democrática de verdad, el deber ser no se mide por cuántas veces votamos, sino por la calidad de nuestras instituciones, por la confianza en quienes imparten justicia, y por la capacidad de la ciudadanía para influir de manera real y consciente en los asuntos públicos.

Lo que pasó con esta elección judicial debe servir como una lección: no basta con abrir espacios de participación, hay que hacerlos útiles, claros y legítimos. De lo contrario, corremos el riesgo de quedarnos con una democracia de fachada, en la que se vota, pero no se decide, y se participa, pero no se transforma.

A. Alexis Guyot

Comunidadesmx

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